En el extremo norte de Argentina, sobre el río Pilcomayo y cerca del punto de triple frontera con Bolivia y Paraguay, hay un territorio que quedó fuera de la conquista española. Los enviados de la Corona nunca hicieron pie en ese lugar, que está en el noreste de la provincia de Salta y desde el punto de vista ecológico pertenece a la región del Chaco, la segunda llanura boscosa más grande de América del Sur, luego de la Amazonía.
Sólo en la segunda mitad del siglo XIX, el moderno Estado argentino se lanzó a conquistar esa zona y a someter a los indígenas. Ellos eran cazadores-recolectores que vivían en una estrecha relación con el monte, pero, para el Gobierno de Buenos Aires, constituían sólo una fuerza laboral susceptible de ser explotada en los obrajes y los ingenios azucareros incipientes en el norte del país.
Los indígenas vieron cómo en su tierra todo cambiaba. Detrás de las fuerzas militares y de las armas, llegaron, en busca de buenos pastos para sus animales y también con apoyo del Estado, los ganaderos blancos. O criollos, como hasta el día de hoy se llama en la zona a los descendientes de europeos o incluso a los mestizos.
Desde entonces, indígenas y criollos conviven y luchan por sus derechos a la tierra y a una calidad digna de vida en lo que por décadas fueron los lotes fiscales 55 y 14, que en conjunto ocupan 643.000 hectáreas.
Pobreza generalizada
La ausencia del Estado y la degradación ambiental generada por décadas de sobrepastoreo del ganado —que tradicionalmente ha sido criado “bajo monte”, lo que significa que a los animales se los deja sueltos para que busquen alimento— y la explotación irracional de la madera hundió en la pobreza a casi todos.
Según datos del último censo hecho en la Argentina (2010), en el departamento salteño de Rivadavia, donde están los ex lotes fiscales 55 y 14, 13.462 personas, o el 45% de la población, vivían en viviendas caracterizadas como ranchos o en casillas de madera. La mayor parte del resto de los hogares tampoco le escapaba a la precariedad: el 67,5% ni siquiera tenía heladera.
“La visión romántica de que los indígenas son los únicos que cuidan el ambiente y los criollos sólo depredan es equivocada. Por falta de medios de vida, los indígenas son generalmente la mano de obra barata para la extracción ilegal de madera. Y los criollos, a medida que obtienen seguridades de que no van a ser expulsados, realizan prácticas más conservacionistas”, dice Luis de la Cruz, especialista en antropología ambiental y presidente de la Fundación FUNGIR, una de las que trabaja en la zona con las comunidades.
Derecho a la tierra
En 1984 —diez años antes de la reforma de la Constitución Nacional argentina que reconoció el derecho de los pueblos indígenas a la propiedad y posesión de las tierras que ocupan ancestralmente—, las comunidades comenzaron a reclamar un título único que reconociera su derecho. Y en 1998, ya agrupadas en la asociación Lhaka Honhat (“Nuestra tierra”, en lengua wichí), llevaron su reclamo al sistema interamericano de derechos humanos.
En 2014, el Gobierno de Salta reconoció la propiedad de indígenas y criollos sobre las tierras. El Decreto 1498 —firmado por el entonces gobernador Juan Manuel Urtubey— estableció que 400.000 hectáreas pertenecen en propiedad comunitaria a los más de 10.000 indígenas que habitan el lugar. Las 243.000 hectáreas restantes fueron adjudicadas en condominio a 463 familias criollas. Esa partición recogió el acuerdo alcanzado por los líderes sociales en el lugar. Sin embargo, a los indígenas nunca se les delimitó su tierra ni se les dio su título de propiedad. Y, en el caso de los criollos, el proceso apenas avanzó.
Hoy, las esperanzas están puestas en una histórica sentencia dada a conocer en abril de 2020 por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que ordenó al Estado argentino que otorgue un título de propiedad colectiva sobre 400.000 hectáreas a las 132 comunidades indígenas que habitan el lugar y asegure la relocalización de las familias criollas instaladas en ese territorio. Además, le indicó que establezca acciones para remediar la contaminación de las aguas, evitar que continúe la pérdida de recursos forestales, y garantice el acceso a una alimentación nutricional y culturalmente adecuada.
El fallo fue leído con atención por organizaciones indígenas en toda América Latina, porque fue el primero del sistema interamericano de derechos humanos que estableció una relación entre el derecho a la propiedad de la tierra y su conservación ambiental. No sólo se trata de que las comunidades sean dueñas del espacio que ocupan ancestralmente, sino también de que estén en condiciones de proveerse de los recursos naturales con los que sustentan su vida, dijeron los jueces.
La Corte consideró que la tala ilegal, así como la ganadería y la instalación de alambrados por parte de los criollos, afectaron bienes ambientales y alteraron el modo tradicional de alimentación, limitaron el acceso al agua y lesionaron la identidad cultural de las comunidades indígenas, que pertenecen a los pueblos Wichí (Mataco), Iyjwaja (Chorote), Komlek (Toba), Niwackle (Chulupí) y Tapy’y (Tapiete). La sentencia tiene 133 páginas, pero existe un resumen oficial de sólo seis, que ya fue traducido a cuatro de los idiomas de esas naciones indígenas, para que los miembros de las comunidades puedan conocer su contenido.
Fuente: El Diario AR