La semilla de las guerras, por más que las abanderen ideologías, religiones o el ánimo justiciero de terceros países, suele ser la reclamación de un bien escaso o, cuando menos, finito.

En las más contemporáneas el petróleo, antes el oro, también los diamantes. La guerra más cruenta de la historia la inició Hitler con el apoyo de una sociedad enardecida por la falacia de que una raza, la aria, estaba en peligro de extinción. Y casi siempre se reivindican pedazos de tierra a los que se etiquetaba antes como imperio o colonia, hoy como nación o pueblo sometido al que defender, lo mismo da. Contienen los bienes vitales para que el ritmo de la Humanidad no decaiga, y ahí ponen el foco quienes inician las guerras.

Hoy, el bien que falta es el agua. Aún no es una situación dramática en el mundo desarrollado. Todavía se obra el milagro por el que mana de nuestros grifos una cascada sinfín, en cualquier momento y con un leve giro de muñeca. Un espejismo frente al que no se están tomando las medidas necesarias. El 70% del planeta está cubierto de agua y solo el 0,5% es apta para consumo. En apenas una década llegaremos a los 8.000 millones de habitantes, y mientras tantolos cauces de los ríos se secan o se degradan por el avance imparable de la contaminación. Los países más pobres suelen ser víctimas de la actividad industrial de los mas ricos.

El World Resources Institute, una ONG de ámbito mundial que reclama el uso consecuente de los recursos del planeta, ha advertido recientemente del aumento del estrés hídrico en todo el mundo: «Más de 30 países lo enfrentarán de forma especialmente agudizada en 2040.

El acceso al agua ha sido una fuente común de disturbios en la India, y explotado por grupos terroristas: Shabab se ha aprovechado de la vulnerabilidad de las comunidades afectadas por la sequía en Somalia. Boko Haram ha alimentado su discurso con las penurias de Chad, Nigeria y Níger. Son regiones donde el agua empieza a ser un bien dramáticamente escaso.

La sequía también alimenta en Irán el descontento popular. Muchas de sus poblaciones rurales están hoy entre las zonas más áridas del mundo. Su agricultura y ganadería agonizantes provocan masivas diásporas a las ciudades, y los jóvenes urbanitas se revuelven contra el aumento de desempleo.

Como recoge The New York Times, una asociación de militares retirados de Estados Unidos advirtió recientemente de que el estrés hídrico es «un factor creciente en las zonas de conflicto». Irán tiene, hoy, más de 82 millones de habitantes. El ministro de Agricultura de ese país, Issa Kalantari, declaró recientemente: «El cambio climático traerá más sequía. Y escasez de agua. Si no lo remediamos, este siglo, 50 millones de iraníes emigrarán». Más de la mitad de la población actual.

David Michel, analista del think tank Stimsom Cente dijo recientemente al respecto: «La falta de agua de Irán se percibe en las restricciones de las ciudades, en los pozos secos del campo, o en el lago Urmia, que cada año disminuye su tamaño». Y concluía con una reflexión que resume esta crisis incipiente y descomunal. El agua no va a derrocar al Gobierno de Irán, hoy por hoy. Pero es un componente, en algunas ciudades, de agravios y frustraciones. Es una crisis potencial. Y es el desafío político, por tanto, más importante».

Fuente: Ethic